Hace un par de siglos, el filósofo alemán Immanuel Kant definió la Ilustración como la salida del ser humano de su autoculpable minoría de edad. Esta era definida como la incapacidad de usar el propio entendimiento sin la guía de otro; el polo opuesto a la minoría de edad sería la autonomía, que etimológicamente significa “darse uno su propia ley”. Ser ilustrado, entonces, equivale a ser autónomo, es decir, a fundamentar el sentido de la acción en razones. Las razones son los motivos que, con arreglo a ciertas categorías lógicas, esgrimimos para justificar una postura determinada ante una realidad o estado de cosas. El presupuesto último para que las razones sean vehículos adecuados de la argumentación descansa en el compromiso, digamos, ontológico en virtud del cual la arbitrariedad no permite dar cuenta de por qué algo es o, más bien, debería ser de tal o cual manera. De dicho compromiso se deriva una idea aún no explícita, a saber, que la renuncia de la razón nos deja en man...