Hace un par de siglos, el filósofo alemán Immanuel Kant definió la Ilustración como la salida del ser humano de su autoculpable minoría de edad. Esta era definida como la incapacidad de usar el propio entendimiento sin la guía de otro; el polo opuesto a la minoría de edad sería la autonomía, que etimológicamente significa “darse uno su propia ley”. Ser ilustrado, entonces, equivale a ser autónomo, es decir, a fundamentar el sentido de la acción en razones. Las razones son los motivos que, con arreglo a ciertas categorías lógicas, esgrimimos para justificar una postura determinada ante una realidad o estado de cosas.
El presupuesto último para que las razones sean vehículos adecuados de la argumentación descansa en el compromiso, digamos, ontológico en virtud del cual la arbitrariedad no permite dar cuenta de por qué algo es o, más bien, debería ser de tal o cual manera. De dicho compromiso se deriva una idea aún no explícita, a saber, que la renuncia de la razón nos deja en manos del más fuerte, de suerte que será la violencia el factor que determine cómo han de conducirse los asuntos que a todos nos conciernen.
En cambio, la apuesta por la razón –expresión con la que Karl Popper caracterizaba a la sociedad occidental– implica la construcción de un sistema democrático según el cual los conflictos humanos (y entre humanos) se resuelven apelando a ciertos criterios que, en última instancia, nos parecen valiosos. He ahí, a mi juicio, la especificidad de la filosofía como rasgo eminentemente humano; si el ser humano es, como alguna vez indicó Aristóteles, un animal con lenguaje, es la palabra –y su correlato en el plano comunitario, el diálogo– la piedra de toque que nos permite diferenciarnos del resto de entes vivos, tanto del reino animal como vegetal.
A la vista de lo anterior, una pregunta aparece con vigorosa intensidad en nuestros días, inquiriéndonos acerca del estado de salud de las razones. No parece, a poco que se eche una ojeada superficial por el devenir de los acontecimientos mundiales, que las razones sean hoy el plato favorito de los comensales políticos o sociales; es más, están en franco declive. Quizá nunca antes en la historia disponíamos de un arsenal tan infrautilizado de razones como en la actualidad, donde impera eso que algunos llaman “posverdad”, que no es sino la actitud –individual y grupal– que subordina las razones –en rigor, la verdad– a las creencias emocionales.
Sí, nuestro tiempo –si es que es lícito hablar en estos términos– tiene una característica singularísima que la diferencia de toda otra época histórica: el absoluto descrédito de la verdad, a la que las razones conducen cuando son debidamente escuchadas. Quien pretenda buscar la verdad en esta era de relativismos a la carta, se le acusará de innumerables delitos, se le castigará públicamente y, finalmente, será condenado al paredón de la red social. Todo ello porque el privilegio de la masa consiste, hoy, en poder opinar sin consecuencias, en poder opinar sin tener que esforzarse. Así, curiosamente, el disidente –cabría decir, el antisistema– es hoy aquel que investiga con demora, que no se deja atraer por el canto de las sirenas del reconocimiento público; rebelarse hoy consiste en pausar el ritmo vertiginoso de las cosas para que la verdad descienda desde el mundo de las ideas, se acerque y nos susurre al oído.
Pero claro, para ello hay que dar razones, construirlas, someterlas a la luz de la crítica y la contrastación empírica, en definitiva, exponerlas a la refutación o, en otras palabras, a la posibilidad de su mentira. Sin embargo, no es fácil sentirse refutado –desengañado– en un mundo virtual en el que el único crédito que satisface nuestro ego más primigenio es el de aparentar ser algo (listos, guapos, adinerados) que no sabemos a ciencia cierta si lo somos o no. Debido a ello, las razones están clamando por volver al lugar del que nunca debieron irse; entronizarlas como las únicas amigas capaces de acompañarnos en este mundo, el mundo humano, que no entiende de razones y que, paradójicamente, solo con ellas es capaz de tener algún sentido.
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