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Kairós o la virtud del tiempo que nunca muere

Quizá porque hace dos días celebré mi trigésimo primer cumpleaños, o tal vez porque ha pasado casi un año desde la última vez que escribí algo para mi blog, la reflexión sobre el paso del tiempo me ha venido a la mente. A decir verdad, es un asunto al que siempre le estoy dando vueltas, eso sí, nunca con la pausa (qué ironía, ¿no?) que necesita todo pensamiento digno de su nombre. Es un lugar común en la metáfora literaria describir el paso del tiempo como el agua que se escapa entre las manos, inasible por definición e inexorable en su singladura. Ciertamente, el tiempo es una realidad contradictoria, pues no puede prescindirse de ella (¿qué somos, sino tiempo?) y, a la vez, resulta de todo punto esquiva; me refiero a que no podemos “tocar” directamente el tiempo, ni tampoco verlo u olerlo. Tan solo podemos “representarlo”, acomodarlo a nuestra forma de ver, pensar y sentir las cosas. En efecto, sometemos el tiempo a nuestro designio, le obligamos a pasar por el tributo de la razón hu