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Kairós o la virtud del tiempo que nunca muere

Quizá porque hace dos días celebré mi trigésimo primer cumpleaños, o tal vez porque ha pasado casi un año desde la última vez que escribí algo para mi blog, la reflexión sobre el paso del tiempo me ha venido a la mente. A decir verdad, es un asunto al que siempre le estoy dando vueltas, eso sí, nunca con la pausa (qué ironía, ¿no?) que necesita todo pensamiento digno de su nombre.

Es un lugar común en la metáfora literaria describir el paso del tiempo como el agua que se escapa entre las manos, inasible por definición e inexorable en su singladura. Ciertamente, el tiempo es una realidad contradictoria, pues no puede prescindirse de ella (¿qué somos, sino tiempo?) y, a la vez, resulta de todo punto esquiva; me refiero a que no podemos “tocar” directamente el tiempo, ni tampoco verlo u olerlo. Tan solo podemos “representarlo”, acomodarlo a nuestra forma de ver, pensar y sentir las cosas.

En efecto, sometemos el tiempo a nuestro designio, le obligamos a pasar por el tributo de la razón humana: segundos, minutos y horas. Desde el mismo “instante” en el que el tiempo pisa suelo humano deja de ser tiempo y se convierte en una medida. Domesticado al artefacto del reloj, el tiempo no fluye, ni crea; ahora es objeto de intercambio. Se compra, se vende, se alquila y se distribuye. Ha pasado a ser, en fin, una mercancía. Un tiempo, pues, cronológico, es decir, susceptible de ser apresado por mor de su carácter abstracto y cuantitativo.

No exagero si afirmo que la servidumbre humana sería imposible sin la disciplina y la obediencia que exige el tiempo cronológico. Nuestras vidas están atravesadas por imperativos temporales: el trabajo, la cultura, la familia o el amor, todo exige tiempo. El poder se apropia del mismo, posteriormente lo empaqueta y, finalmente, nos lo arrebata. Siendo un bien escaso, el mercado del tiempo acelera nuestras vidas hasta el punto de que sentimos que “nos falta tiempo”. Cuando, a la invitación de un amigo para compartir un café, contestamos diciendo “no tengo tiempo”, lo que en realidad queremos decir es que no disponemos de segundos, minutos u horas.

Frente al ritmo frenético de un tiempo que se estira en el horizonte e imprime velocidad a todo cuanto toca, la proclama debería ser un regreso al Kairós, dios griego de la oportunidad y artífice de la belleza. Se trata de recuperar un tiempo cualitativo, atento al momento exacto. En lugar de valorar las cosas por la inversión de tiempo, por cuanto “nos ha costado” llegar aquí o allá, el Kairós nos emplaza a valorar cada instante como único, singular e irrepetible. Una mirada a la persona que realmente amas antes de ir a dormir, una buena conversación con tu mejor amigo, la lectura de unas líneas de libro que te elevan más allá de tu cotidianidad, un paseo por la montaña o la sensación del frío viento boreal. Momentos, instantes, experiencias. Sustituir el tiempo que se vende y se compra por aquel otro tiempo incondicional y único; por ese otro tiempo que siempre está vivo, o lo que es lo mismo, que nunca muere. 

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