Desde hace tiempo se viene afirmando en criminología y psicología clínica que la cárcel genera respuestas variables en los distintos perfiles psicológicos ante la imposición de una determinada pena. Así, elementos como el estilo atribucional, la percepción del tiempo o la situación personal anterior a la entrada en prisión son determinantes a la hora de evaluar el éxito o no de la reinserción social de una persona culpable de un delito cualquiera. Sin duda, el sistema penitenciario, y más en término generales, el Derecho, debería hacerse cargo de estos estudios científicos a la hora de tipificar las conductas, estipular las horquillas de las penas y evaluar los programas de reeducación social. Lo contrario supone homogeneizar una solución a contextos diferentes en un afán de “matar moscas a cañonazos”, algo que solo puede calificarse de irresponsable por parte del Estado cuando éste decide sobre algo tan valioso como la libertad. Pero ¿sirve realmente la cárcel para la resocialización de las personas?
En este marco, habría que resaltar que seis de cada diez presos encarcelados en la última década en España son inmigrantes, condenados por delitos relacionados con tráfico de drogas o similares, lo que nos debería hacer pensar muy detenidamente sobre el origen de la población carcelaria y si, en línea con esto, la cárcel no se está convirtiendo en un pozo de exclusión social y pobreza. Si, además, tenemos en cuenta que un tercio de los presos es reincidente, solo cabe pensar que la idea de la cárcel como una pena orientada a la reeducación social está fallando, quebrándose con ello el propio mandato constitucional (art. 25.2 CE) que debería guiar la acción de los poderes públicos.
Por otra parte, y habida cuenta de estas terribles fallas, si bien el análisis psicológico es imprescindible, éste debe ponerse en contexto y relacionarse con la política y la voluntad de legislador para llegar a un término adecuado de comprensión del asunto. Así, la reciente reforma del Código Penal de 2015 agrava aún más el problema aquí planteado, pues se endurecen las penas y se elimina la posibilidad de libertad bajo fianza a inmigrantes. De este modo, el Derecho penal se convierte en una herramienta de represión más que en un pilar vertebrador del Estado social y democrático de Derecho, herramienta al servicio de un legislador cegado que obvia toda evidencia empírica y argumentación lógicamente consistente en relación a la efectividad del propio Derecho penal y del sistema penitenciario a la hora de proteger bienes jurídicos esenciales para la comunidad.
No tiene ningún sentido defender esta lógica expansiva del Derecho penal a la vista de que la tasa de criminalidad en España está por debajo de la media europea, incluso en un contexto de fuerte crisis económica y alta tasa de desempleo (variables que normalmente se correlacionan con un mayor número de crímenes). Sin embargo, España tiene una población carcelaria por encima de la media europea, a saber, unas 147 personas por cada 100.000 habitantes, cuando de media en Europa es de 70 personas por cada 100.000 habitantes.
La última pregunta clave que debería guiar toda reflexión o análisis sobre el sistema penitenciario es: ¿Para qué sirven las cárceles? En este sentido, parece que la respuesta más correcta es "para absolutamente nada"; bueno, quizá sí que sirven para destruir vidas, en el peor de los casos, o para satisfacer las demandas de venganza de una sociedad que sigue confundiendo el significado verdadero de la palabra "justicia". De facto las cárceles son a día de hoy contenedores de pobreza, alejados del ideal normativo de la rehabilitación, expresado en la Constitución, los cuales rompen con la idea ilustrada de que la prisión ha de ser útil socialmente. En este marco, habría que analizar las condiciones socioeconómicas de la población presa; tal vez el pozo de pobreza de la cárcel se explique por un proyecto económico y político, el capitalismo, que se ha tornado hegemónico y que desecha a todas aquellas personas que molestan o no son útiles.
Así, paradójicamente, lo que estaría haciendo la cárcel es desocializar aún más a gente ya de por sí marginada. ¿Quién va a la cárcel? Esa es otra pregunta que vale la pena hacer. ¿Van los corruptos a la cárcel? ¿Tal vez las personas responsables de la crisis económica? ¿O más bien son personas drogodependientes, traficantes de poca monta y otros excluidos y olvidados por el Estado y la sociedad?
En definitiva, la prisión como castigo, una idea inútil que solo sirve para exacerbar el sufrimiento ajeno y el deseo de venganza, unido a la exclusión social.
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