El año pasado, Murakami accedió a que se publicaran en castellano sus dos primeras novelas, hasta entonces solo disponibles en japonés (e inglés, si no recuerdo mal); se trata de "Escucha la canción del viento" (1979) y "Pinball 1973" (1980). La editorial Tusquest las editó en un solo libro, al que el propio Murakami añadió un prólogo explicando la génesis de sendas obras, así como sus inicios en el mundo de la escritura. Dice el autor en ese prólogo que no sabía mucho acerca de escribir, que nunca había leído una novela contemporánea japonesa (sí francesa o americana) y dice, también, que tuvo una epifanía mientras veía un partido de baseball. No voy a relatar aquí como continúa esa epifanía; el lector podrá comprobarlo por sí mismo, si es que se anima a hacerlo (también podrá conocer el curioso procedimiento de escritura-traducción que aplicó Murakami a la hora de redactar su primer libro).
Sea como fuere, estas dos "novelas de la cocina", como las llama él (las escribió en la mesa de su cocina, en una época en la que dirigía su propio bar y estaba hasta arriba de deudas), constituyen el primero de muchos trazos en ese universo tan particular, tan sui generis, ideado por el escritor japonés. En particular, "Escucha la canción del viento" es un relato íntimo, breve y pausado, con un estilo propio que nos sumerge en la historia de un personaje sin nombre. El protagonista nos cuenta en primera persona sus andanzas cotidianas y sus pensamientos acerca de lo que acontece a su alrededor, andanzas en las que aparece su mejor amigo -"El Rata"-, una chica con cuatro dedos en un mano a la que conoce en extrañas circunstancias, el barman del Jay's Bar -su bar favorito en el que no para de beber cerveza con su amigo- y un escritor con quien abre y cierra la obra: Derek Heartfield. No cabe decir mucho más del contenido, por otra parte disponible en la sinopsis de la contraportada, pues sabemos que lo importante de las obras de Murakami no es tanto el qué, sino el cómo. Este caso no es una excepción.
Uno podría pensar que un estilo se depura, que es algo que se trabaja a lo largo de los años y que, finalmente, da sus frutos. No voy a decir que Murakami no haya madurado con los años, perfeccionado sus descripciones, elaborado más profundos diálogos y, en definitiva, creado una mejor literatura; pero el germen de su característico universo literario y metafísico ya está presente en "Escucha la canción del viento". El libro es un ejemplo de lo que, a mi juicio, debe ser la literatura, a saber, un modo de representar la vida. Podríamos discutir, y mucho, sobre el rol de la literatura y del arte: Si es o no creación; si es o no la construcción de un lenguaje; si tiene o no que transmitir algún mensaje al lector; si debe o no representar la realidad; si constituye o no una manera de vivir otras vidas que jamás viviríamos; y así con un largo etcétera. El caso es que, más allá de todos esos debates, la literatura, y la literatura de Murakami en concreto, tiene el rasgo esencial de hacerte sentir que la vida puede representarse de muchas maneras (me recuerda un poco a Aristóteles, cuando afirmaba que el Ser se decía de muchas maneras). No importa tanto la coherencia narrativa del relato, o la brillantez en el uso del lenguaje, como el aprendizaje interior y emocional que uno obtiene al leer el libro.
En "Escucha la canción del viento" uno siente cierta desazón por culpa de una vida que se nos escapa de las manos mientras vamos de allí para allá, sin saber muy bien cuál es nuestro proyecto o qué objetivo nos define. En ese sentido, el retrato de la cotidianedad bien sirve como elemento de expresión de ese vacío que todos, o así al menos lo creo, hemos experimentado alguna vez. Tal vez sea en el propio acto de escribir cuando el propio autor encuentra en su soledad algún tipo de alivio existencial que le permita salirse de la cotidianedad del vacío al que nos vemos irrefrenablemente avocados. Y es que en la obra da igual a qué te dediques, si estudias o si trabajas, si eres rico o pobre, si estás o no enamorado, todos los problemas están ahí, esperando a que abras la puerta para enfrentarte a ellos. Resulta, además, que la naturaleza de estos problemas no atiende a razones de orden pragmático, así que no importa si intentas evitarlos bebiendo mucha cerveza o estando acompañado la mayor parte del tiempo, ya que, al final, saldrán a flote.
Es por todo eso que dice Murakami en alguna parte del libro que lo peor de morir joven es que, por ello, se va a ser eternamente joven, mientras que lo peor de morir viejo radica precisamente en haber perdido esa juventud. Y es que la vida no da tregua, siendo así que no vale luchar contra ella (o con ella) desde la apatía, que es precisamente la respuesta más habitual ante el "no sé qué hacer con mi vida". El sacrificio por vivir, entonces, es la (¿única?) solución. Así, alcanza forma el aforismo de Nietzsche, citado ya casi al final de la obra, que dice: "¿Acaso puede comprender la claridad del día la profundidad de las tinieblas de la noche?"
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