En una de sus obras, la filósofa Judith Butler dice lo siguiente: "¿Existe un buen modo de categorizar los cuerpos? ¿Qué nos dicen las categorías? Las categorías nos dicen más sobre la necesidad de categorizar los cuerpos que sobre los cuerpos mismos". En otras palabras, no tenemos por que usar etiquetas para definir, clasificar, organizar y entender nuestros cuerpos; o, al menos, no necesitamos utilizar esas etiquetas para comprender realmente cuál es nuestra "identidad", si es que esa palabra significa o denota algo. Así, términos como "hombre", "mujer", "heterosexual", "homosexual", "bisexual", "gay", "lesbiana", "transexual" y tantos otros caen en saco roto; en verdad, no son sino meras palabras que usamos para comunicarnos, nada más. Podríamos emplear otras palabras, o ninguna, pero el caso es que, por necesidades de orden social, tenemos que simplificar el modo en que nos relacionamos, y claro, es muy complicado en una conversación de diez minutos pararse a explicarle a nuestro interlocutor, justificándolo filosóficamente incluso, que estamos en contra de normativizar nuestros cuerpos con conceptos que nos vienen impuestos.
El caso es que, tradicionalmente, una forma concreta de entender los cuerpos ha predominado sobre el resto y, para ello, las categorías, las "etiquetas", han sido fundamentales. El lenguaje tiene el poder no solo de transmitir ideas o pensamientos, de facilitar la comunicación y hacernos la vida más fácil, sino que también posee la capacidad de transformar o incluso de crear realidades, es decir, de "construir" algo que previamente no existía. En ese sentido, el lenguaje, cuando adopta la forma de discurso, esto es, cuando se manifiesta en tanto que práctica social que quiere y pretende organizar una colectividad humana, es un arma poderosísima. Ese poder ha sido empleado históricamente para oprimir y marginar todas aquellas formas de sentir y entender el cuerpo que pudieran perturbar el orden social; es lo que se conoce como "hegemonía". La hegemonía es la capacidad que tiene un sector del poder social, político y económico de imponer una visión determinada de las cosas, cercenando toda forma de resistencia y consolidando un imaginario colectivo. A este respecto, el sistema sexo-género es el que, primordial e históricamente, ha dominado en Europa y Occidente.
¿Qué es el sistema sexo-género? Muy sencillo. En pocas palabras, una forma de categorizar los cuerpos que parte de dos premisas. Primero, el sexo es algo natural, viene determinado por nuestra biología; por tanto, solo se puede ser "hombre" o "mujer". Segundo, a cada uno de ambos sexos le corresponde unas determinas funciones y roles en el marco social; en concreto, el hombre tiene que ser "masculino", fuerte, racional y encargarse de las labores productivas, mientras que la mujer debe ser "femenina", emocional, dedicarse a los cuidados y a las tareas reproductivas. A ello, podríamos añadir una tercera premisa, a saber, las relaciones afectivo-sexuales no puede ser de hombre a hombre o de mujer a mujer, es decir, la homosexualidad está prohibida. De este modo, ya tenemos las tres patas del sistema sexo-género: (i) el sexo biológico o natural; (ii) el género (cultural) o roles, ligado a cada uno de los sexos; y (iii) la orientación sexual.
Se ve cómo el sistema sexo-género hace del cuerpo un instrumento del poder. En primer lugar, "naturaliza" los sexos para impedir una apertura en las formas de sentir y vivir el cuerpo, algo que, en teoría, podría atacar la homogeneidad del grupo y, consecuentemente, desestabilizar el orden (de ahí que, por ejemplo, se mutilen a las personas intersex o se margine hasta la extenuación a las personas trans*); en segundo lugar, clasifica las funciones sociales, asegurándose la reproducción de la especie humana y la producción económica; y en tercer lugar, cosifica y enclaustra el deseo, impidiendo cualquier forma de relación afectivo-sexual no heterosexual, esto es, no hegemónica.
Así las cosas, los colectivos LGTBI (Lesbianas, Gays, Transexuales, Bisexuales, Intersex) enfocan su lucha hoy como una lucha por reivindicar o visibilizar sus identidades, sus formas de entender el cuerpo, para, con ello, deconstruir el discurso hegemónico. En cierto sentido, es una estrategia adecuada, siempre y cuando se plasme en todas las dimensiones del problema: institucional, política, económica, jurídica, etc. No obstante, en los últimos años, han surgido algunas voces críticas dentro del seno del propio movimiento LGTBI; ahí es donde entra lo queer. Lo queer, término cuya traducción sería algo así como "raro", viene a poner de relieve que de nada sirve usar las mismas categorías del sistema sexo-género si el objetivo es una verdadera deconstrucción del mismo. ¿De qué sirve decir de sí mismo soy "hombre" o "mujer"? ¿Qué importancia tiene? ¿O transexual? ¿O transgénero? ¿Qué más da hacia quien sienta deseo, por qué he de ponerle un nombre y autodefinirme como homosexual, heterosexual o bisexual? Es un poco lo que la teoría y el activismo queer quiere enfatizar, a saber, la necesidad de romper con la lógica binaria del sexo-género (la lógica que dice "o eres hombre o mujer") y las categorías sucedáneas que llevan implícitas estas dos nociones.
En última instancia, el grito queer es un grito de libertad, que quiere evitar el surgimiento de homosexuales, bisexuales, transexuales o intersexuales "hegemónicos", por muy paradójico que sea. La diversidad, en consecuencia, no es algo a lo que se le puedan poner palabras; la diversidad es inefable, se escapa a todo discurso, porque ser diverso es estar a la espera, no anticiparse nunca. Y por ello, "raro" es la mejor etiqueta que podríamos usar nunca para describirnos.
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