El vacío de la existencia se refleja todos los días en nuestros actos. Esa mirada perdida en el horizonte mientras sostienes entre tus manos el primer café de la mañana; ese caminar errático camino del trabajo, acompasado con divagaciones sin fin; esas interminables noches de insomnio que te dejan el pecho encogido; el desasosiego que acompaña el final de una relación amorosa, de una amistad o de un familiar; el fin de un libro cautivador, de una hermosa película o de una serie que te acompañó durante años; el viaje eterno hacia ninguna parte que siempre resuena de fondo, como el eco de una vida que jamás será real. Estos, y muchos otros, son ejemplos cotidianos y vitales del vacío de nuestra existencia. La existencia nunca deja de llamar a la puerta para recordarnos lo efímera, escurridiza y líquida que es nuestra estancia por estos lugares; nos llama la atención, una y otra vez, para inquirirnos: ¿Estamos viviendo auténticamente el precioso tiempo que por azar se nos ha otorgado? ¿Querríamos vivir del modo en que lo estamos haciendo si la existencia se repitiera una y otra vez, hasta la eternidad, como dijo Nietzsche?
La existencia es fundamentalmente soledad. Y la soledad es fundamentalmente angustia; por eso, nadie puede aguantar solo demasiado tiempo. Inmediatamente vienen a visitarle a uno determinados pensamientos muy duros a los que cuesta hacer frente. La soledad interroga, mientras que la muchedumbre hace justo lo contrario, tiene un efecto opiáceo. Queremos olvidar la angustia que supone el estar solo, porque tenemos miedo de que nuestra existencia no sea recordada por nadie; tenemos miedo a las preguntas, a la falta de un suelo sobre el que apoyarnos. Tenemos miedo al vacío existencial que se aparece cuando nada ni nadie está ahí para aguantarnos.
Pero la existencia también es belleza, arte, imaginación, amor y pasión. La existencia permite, una vez se ha mirado al abismo, construir algo valioso a pesar de su temporalidad. Quizá habría que decir que es precisamente gracias a su temporalidad, a su fragilidad, por lo que la existencia tiene algún valor digno de mención. Pensémoslo bien. Nunca más volveré a escribir estas palabras que estoy escribiendo ahora, nunca más se repetirá este momento. La singularidad de cada uno de nuestros actos es motivo suficiente para hacer de la existencia un vacío, sí, pero un vacío con sentido. Gracias a que nada está predefinido de antemano, por mor de esa verdad indiscutible de que el destino no está escrito, es posible hacer realidad el sueño siempre recurrente de la libertad. Todo aquello que está destinado a morir o a desaparecer, todo aquello que nunca más volverá a repetirse, he ahí el verdadero valor y significado de la vida: convertir la fatalidad del destino en aspiración de vivir sin miedo a dejar este mundo, porque nunca fue nuestro.
La existencia es fundamentalmente soledad. Y la soledad es fundamentalmente angustia; por eso, nadie puede aguantar solo demasiado tiempo. Inmediatamente vienen a visitarle a uno determinados pensamientos muy duros a los que cuesta hacer frente. La soledad interroga, mientras que la muchedumbre hace justo lo contrario, tiene un efecto opiáceo. Queremos olvidar la angustia que supone el estar solo, porque tenemos miedo de que nuestra existencia no sea recordada por nadie; tenemos miedo a las preguntas, a la falta de un suelo sobre el que apoyarnos. Tenemos miedo al vacío existencial que se aparece cuando nada ni nadie está ahí para aguantarnos.
Pero la existencia también es belleza, arte, imaginación, amor y pasión. La existencia permite, una vez se ha mirado al abismo, construir algo valioso a pesar de su temporalidad. Quizá habría que decir que es precisamente gracias a su temporalidad, a su fragilidad, por lo que la existencia tiene algún valor digno de mención. Pensémoslo bien. Nunca más volveré a escribir estas palabras que estoy escribiendo ahora, nunca más se repetirá este momento. La singularidad de cada uno de nuestros actos es motivo suficiente para hacer de la existencia un vacío, sí, pero un vacío con sentido. Gracias a que nada está predefinido de antemano, por mor de esa verdad indiscutible de que el destino no está escrito, es posible hacer realidad el sueño siempre recurrente de la libertad. Todo aquello que está destinado a morir o a desaparecer, todo aquello que nunca más volverá a repetirse, he ahí el verdadero valor y significado de la vida: convertir la fatalidad del destino en aspiración de vivir sin miedo a dejar este mundo, porque nunca fue nuestro.
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