A lo largo de nuestra vida, tenemos experiencias de todo tipo. Trabajamos, disfrutamos del tiempo libre, dormimos, comemos, bebemos, nos enamoramos, nos enfadamos y así con un sinfín de ejemplos. La mayor parte de lo que nos ocurre es una mezcla de azar y decisión, de cosas que se escapan a nuestro control y otras que son fruto de nuestra voluntad; casi siempre podemos repetir o intentar repetir una experiencia o situación concreta, sobre todo si aquello nos resultó agradable. No obstante, hay un tipo peculiar de vivencias que no son repetibles, que son únicas, especiales, inigualables y, quizá por todo ello, eternas. En el camino de la existencia nos encontramos, en ocasiones, con momentos vitales que marcan el futuro y que, para bien o para mal, son inmutables. No podremos, en adelante, variar ni un ápice de esa decisión irreversible que determinó en parte nuestro destino.
Como he dicho antes, la mayor parte de lo que nos ocurre es una mezcla de azar y decisión; sería estúpido intentar controlar aquello que, por su propia naturaleza, no es controlable. Al contrario, tomar conciencia de las decisiones que sí están en nuestra mano es una tarea fundamental; me atrevería a decir que es la tarea más difícil a la que se enfrenta todo ser humano durante el transcurso de su vida. Y es que la libertad de elegir implica el miedo a equivocarse. En no pocas ocasiones he visto vidas enteras destruidas por decisiones erróneas, por decisiones irreversibles que se adoptaron sin tener en cuenta todas y cada una de sus consecuencias. No digo que no existan segundas oportunidades, pero sí que las oportunidades son escasas. De nada sirve vivir el aquí y el ahora si ello no va acompañado de un proyecto de futuro, de un proyecto forjado desde el convencimiento de quien da sentido a las cosas que hace. Normalmente, los errores vienen dados por una ausencia de reflexión, esto es, pensamos poco en qué queremos ser, a qué queremos aspirar. Precisamente por ello, nuestra vida cotidiana es prestada, impostada en el mejor de los casos. Y es que vivimos vidas ajenas, inventadas, publicadas, transmitidas por un modelo hegemónico de pensamiento que es a su vez un modo de vida. No hay más que mirar los gustos, los hábitos y las pautas de comportamiento de la mayoría de personas que nos rodean: todos hacen lo mismo. Y si no hacen lo mismo, hacen algo diferente solo por llevar la contraria, sin creer realmente que ese es su lugar en el mundo.
A decir verdad, el tiempo es una ilusión, como decía una de las mentes más brillantes del siglo XX. No obstante, que el tiempo sea una ilusión, para nosotros, seres efímeros cuyo paso por la existencia es ridículo, no implica que nuestras decisiones no puedan causar dolor y sufrimiento, tanto propio como ajeno. Tal vez habría que reducir la velocidad con que vivimos, dejar al lado tantas experiencias insulsas y superficiales, para centrarnos un poco más en la demora y la pausa que exige una vida en libertad; ya que, sin libertad, la vida vale lo mismo que un guijarro en medio del desierto. Nada.
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