Nunca se me olvidará una frase de mi profesor de Derecho del Trabajo: “El Derecho Laboral no está ahí para favorecer al trabajador, sino para integrar un conflicto, el conflicto entre capital y trabajo”. Con este enunciado bien se puede construir una asignatura completa de casi cualquier rama de las Ciencias Sociales y Jurídicas. Es cierto, el Derecho del Trabajo –en general, cualquier disciplina jurídica– tiene su razón de ser en la solución de un conflicto de intereses individuales o colectivos. Esto, en principio, no tiene por qué ser malo; sencillamente, expresa una realidad.
Lo que se pone de relieve es que la llamada “cuestión social” (también llamada cuestión industrial, en referencia a la Revolución Industrial del XIX) puede ser leída de muchas maneras. Una de ellas –la más extendida– es aquella que incide en la lucha de los movimientos obreros en favor de los derechos sociales y económicos, cristalizándose todo ello en logros evidentes como la reducción de la jornada laboral a ocho horas, la prohibición del trabajo infantil, el surgimiento de los sistemas de Seguridad Social o mejoras relativas a la seguridad y salud en la fábrica, por nombrar algunos. Según esta perspectiva, la legislación laboral y las normas tutelares de los derechos de los trabajadores serían el resultado de la acción en la calle, ejercida a través de lo que en terminología jurídica se conoce como “medidas de conflicto colectivo” (huelga, boicot, ejercicio de derechos constitucionales de libertad de expresión y reunión).
Otra lectura, de corte biopolítico, vendría a señalar cómo el Derecho del Trabajo, en su génesis pero también en su evolución y reestructuración actual, es el producto de un modo de gestión política de la vida biológica de la población. Por ejemplo, dejando ocho horas para trabajar, ocho horas para consumir y ocho horas para dormir; de este modo, el capitalismo salvaría sus limitaciones históricas camuflando bajo una “conquista social” lo que en realidad es una vuelta de tuerca más a su profunda capacidad alienadora. Claro está, para ello es necesario que, en términos subjetivos, el trabajador considere que es más libre consumiendo que trabajando bajo la dirección férrea y casi total del empresario, a la postre su empleador y, por tanto, sostén de vida. En realidad, la dominación se hace más sutil, se esconde bajo formas en apariencia liberadoras.
Curiosamente, el resurgir hoy de la explotación laboral en su sentido más burdo, como consecuencia de un mercado global altamente competitivo que empuja hacia el abaratamiento de los costes de producción, relega a un segundo plano el debate más hondo sobre la estructura productiva y de consumo. Dicho de forma más sencilla, nos quejamos porque trabajamos horas extra no pagadas o porque nuestro salario es de miseria, pero no cuestionamos que lo que deseamos es comprar ropa, irnos de viaje o adquirir el último modelo de teléfono móvil. Como decía Cicerón, “el trabajo de un asalariado al que se paga por su labor y no por su capacidad artística es indigno de un hombre libre, y es innoble por naturaleza; pues, en este caso, el dinero es el precio de la esclavitud”.
En Roma encontramos un buen ejemplo de esto. La liberación de los esclavos –a los que se encomendaba, en el seno de la familia como unidad básica de la economía, los trabajos manuales– por parte de sus amos derivaba en la figura del “liberto”. El liberto era el antiguo esclavo que había alcanzado la condición de hombre libre gracias a la decisión de su amo (manumisión). Para conseguir esta condición de hombre libre, el liberto debía obligarse (es importante este término, pues en la actualidad el contrato de trabajo no es sino la plasmación jurídica de obligaciones acordadas entre trabajador y empleador) a prestar una serie de servicios. De hecho, la promesa del esclavo de que en el futuro prestaría dichos servicios constituía la condición previa y necesaria para la manumisión, de tal modo que, una vez liberado el antiguo esclavo, esa promesa quedaba formalizada (del mismo modo que, hoy día, el contrato es la expresión formal en la que el trabajador se obliga a prestar sus servicios al empresario a cambio de una contraprestación económica).
Se constata la continuidad entre la esclavitud (forma prototípica de relación laboral en la Edad Antigua) y el trabajo libre (forma prototípica de relación laboral en la Edad Moderna). Tal vez una lectura más desencantada del Derecho Laboral permita articular mejores estrategias de cara a la consecución de nuestras aspiraciones como sociedad, siendo conscientes de los límites a la hora de torsionar el poder a efectos de hacerlo más acomodado a nuestros intereses. Al fin y al cabo, en toda relación de poder hay alguien que manda y alguien que obedece, sea esto más o menos explícito.
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