Ayer vi la miniserie de Netflix titulada “Unorthodox”. En tan solo cuatro capítulos de aproximadamente unos cincuenta minutos de duración, se nos cuenta la historia de Esty, una joven judía que vive en Williamsburg, una comunidad judía ultraortodoxa (en concreto, son jasídicos) afincada en el barrio de Brooklyn, lugar del que decide huir sin dar explicación como consecuencia del ambiente opresivo que la anula por completo. Un matrimonio concertado, la prohibición de dedicarse a cualquier actividad que no sea el cuidado de la casa (ni siquiera se permite a las mujeres leer el Talmud), la presión de la comunidad para que se quede embarazada (porque es su “misión”) y la incapacidad total para tomar decisiones sobre su vida, son algunas de las razones que se le muestran al espectador como elementos de un contexto religioso sin duda alguna asfixiante.
Con la ayuda de su clandestina profesora de piano, a la que conoce porque es la inquilina de su padre, Esty decide poner rumbo a Berlín. Allí se encontrará con un grupo de amigos que estudian música en el conservatorio y con los que, rápidamente, entabla relación. Del frío mundo ultraortodoxo, marcado por sus rigurosos rituales, la omnipresencia de la comunidad y la desposesión total de la libertad individual, pasamos ahora a la vorágine del mundo moderno. Se trata de jóvenes desenfadados, que hacen relativamente lo que quieren y que saborean la vida más allá de las imposiciones dadas por el grupo. Si antes Esty vivía rodeada de límites y prohibiciones, ahora es la absoluta libertad, el amplio abanico de opciones, el horizonte al que deberá hacer frente. Sobre los acontencimientos en concreto, no vamos a entrar en excesivos detalles o comentar el desarrollo de los otros personajes (sin duda, totalmente secundarios). Evitaremos en la medida de lo posible los spoilers.
Hay que decir que la serie tiene un impecable apartado formal (fotografía, música, planos, etc.), no siendo, sin embargo, este ni tampoco la narrativa los aspectos más relevantes de la serie. Por supuesto, hay un mensaje –entiendo– crítico con cierta concepción del dogma religioso (extrapolable más allá de la religión judía, por supuesto); hay, además, una “historia” que contar, a saber, la historia de Esty (de hecho, la serie es una adaptación libre de la autobiografía de Deborah Feldman, titulada “Unorthodox: The Scandalous Rejection of My Hasidic Roots"); y, desde luego, hay también un trasfondo evidentemente feminista, con un potente mensaje de emancipación femenina.
Pero todo eso, aun siendo importante, constituye bajo mi punto de vista el contexto del tema principal. Son, por así decirlo, el envoltorio agradable y dulce que hace más atractiva la cuestión nuclear. ¿Cuál es, entonces, el tema principal de la serie? Pues bien, “Unorthodox” versa fundamentalmente sobre el sentido de comunidad. En concreto, la forma en que está narrada la serie sirve para apoyar este extremo. Así, se van alternando fragmentos presentes con flashbacks, para, de este modo, contraponer dos visiones de lo que significa vivir en comunidad. La Esty del pasado está inmersa en una “comunidad de destino”, es decir, en una comunidad cuyo sentido radica en el hecho de pertenecer a algo más grande. No hay en la comunidad jasídica lugar o espacio para el disenso, para la duda, para el interés individual, para el pensamiento egoísta; las inquietudes personales se subordinan a eso común por definición más digno e importante. La sumisión de la libertad individual a la comunidad es construida aquí por medio de numerosos y rígidos ritos, algunos realmente extenuantes. A título personal, llega a ser molesto observar el nivel de violación de la intimidad y la presión ejercida sobre la protagonista.
Frente a este tipo de comunidad, su encuentro fugaz con los jóvenes estudiantes en Berlín representa la idea de una “comunidad desobrada”, término acuñado por el filósofo francés Jean Luc Nancy (al que, por cierto, tuve oportunidad de conocer personalmente allá por el año 2014). La comunidad desobrada es aquella que se construye no sobre una esencia, sino sobre un encuentro fortuito, sin más sentido que el de estar juntos y reconocerse como sujetos los unos a los otros. En la comunidad desobrada no hay que pertenecer a una misma nación, ni hablar necesariamente una misma lengua, ni profesar las mismas creencias religiosas, como tampoco tener los mismos gustos sexuales o el mismo color de piel. Da igual cuál sea tu origen, porque la legitimidad de esa comunidad está no tanto en el destino como en el encuentro mismo. Poco importa quién seas o adónde vayas, lo relevante aquí es sentirse acompañado, sentirse, en cierto modo, “vinculado”. Pero no porque lo diga una tradición milenaria, ni tampoco porque se trate de un legado familiar; el vínculo aquí es azaroso, no tiene razón de ser. Solo en lo impredecible, en aquello que se escapa a nuestro control, puede surgir esa autenticidad de quien se encuentra con otro semejante y simplemente decidir compartir sus experiencias con él. Quizá sea este el sentido más genuino de “amarás al prójimo” que pueda formularse hoy día, momento histórico en el que no hay certezas fijas a las que agarrarse ni destinos previstos para la humanidad.
Esto que digo aparece reflejado en una escena de la serie en que se explica la diversidad de orígenes y genealogías del grupo de amigos berlineses. Queda claro en dicha conversación que no hay “berlineses puros”, por lo que carece de total importancia que el encuentro haya sido en Berlín. Podría haber ocurrido en cualquier otra parte del mundo. Lo ultraortodoxo, o la necesidad de mantener la pureza, de fijar una identidad fuerte, se opone aquí a un mundo en el que el significado de la vida tiene que ser forjado. Cierto que eso provoca angustia, desazón, pero es, diría, uno de los aspectos constitutivos de lo humano. En la comunidad de destino se nos libra de la tarea de crear ese sentido, lo cual para muchos podría suponer un alivio por entenderse como una pesada carga, pero al mismo tiempo se nos priva del placer y la felicidad de sentirnos hacedores y partícipes de las decisiones que tomamos. El miedo al fracaso, la duda ante diferentes posibilidades que se nos ofrecen, los remordimientos por los errores cometidos en el pasado o la angustia por el qué ocurrirá mañana, son cosas intrínsecas a la vida misma. Al menos, lo es a la vida en libertad.
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