El amor ha sido un tema típico de estudio en nuestra tradición filosófica y literaria. Del amor se han dicho muchas cosas y todas ellas variadas. Lo cierto es que no siempre hemos pensado lo mismo acerca de este fenómeno de naturaleza elusiva. ¿Qué es el amor? ¿Un sentimiento? ¿Un concepto? ¿Una institución? ¿Una palabra bonita para designar una pulsión sexual sublimada por la cultura? No sabemos si el amor es algo más que un arte, como ya apuntaba Fromm en su excelente ensayo escrito en 1956, o si, por el contrario, es una ciencia, algo así como un conjunto bien ordenado y secuenciado de alteraciones neuroquímicas que, al ensamblarse gracias a la conexión exitosa de diferentes áreas de nuestro cerebro, producen esa sensación de tener “mariposas en el estómago”.
La experiencia del amor es diversa; su tipología, también. Sin embargo, hay un denominador común, allende toda cultura, sociedad o tiempo, a saber, su universalidad. Parece este razonamiento una petición de principio (nombre con el que los filósofos hacen referencia a la falacia consistente en presuponer aquello que se quiere demostrar), pero en realidad no lo es. Piénsese durante unos segundos. ¿Acaso no hay una intuición universalmente válida para designar, referir, a aquello a lo que adscribimos la palabra “amor”? Al margen de religiones o tradiciones culturales, el amor está presente y se manifiesta de diversas formas en todos los tiempos en los que el humano ha pisado la Tierra.
No significa esto que el amor tenga que ser entendido necesariamente como amor “romántico”. Sin embargo, cierto romanticismo sí que hay en toda forma de amor, y ese es precisamente el nexo de unión entre todas las historias del amor a lo largo de la Historia. El romanticismo, no solo entendido como una corriente de pensamiento que allá por el S. XIX enfatizó la importancia de la pasión frente a la razón, sino como proyección ideal del sentimiento mundano de “querer a alguien” es lo que, en última instancia, significa el amor. Proyección ideal porque el amor no es tangible, no puede tocarse ni olerse, no tiene sabor ni color. Y, a pesar de todo, lo vemos presente en todos sitios: un silencio, un gesto, el aroma de una flor o el tono de la luz de una habitación cualquiera. ¿Por qué ocurre esto? Porque el amor es universal y eterno. Por eso, se dice que quien está enamorado ha conquistado la felicidad para esta y para mil vidas más, porque él podrá morir, pero su amor será inmortal.
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