Esta conciencia cronológica que nos legó Roma resulta fatal hoy. Entre la apatía del scroll infinito y el hiperdiagnóstico de TDAH, la experiencia del tiempo es ciertamente patológica. En un extremo, se priva al cuerpo de sueño y reposo, en aras de la productividad ("siempre puedo hacer un poco más"); en el otro, la ausencia de horizontes significativos induce una parálisis de actividad ("para que voy a hacer nada, si el resultado será el mismo"). Nótese que los indicadores muestran un deterioro generalizado de la salud mental en todos los países occidentales, correlativamente acompañado de un aumento en el consumo de psicofármacos. "Si se siente mal, es porque hay un desbalanceo químico en su cerebro", vendría a ser el epítome.
Sin embargo, la respuesta farmacológica al malestar solo consigue arañar la superficie del problema. El tiempo no puede consistir únicamente en una sucesión de hechos razonablemente ordenada y cuyo fin sea la supervivencia. La sensación de que la vida constituye una dimensión colateral a lo que hacemos expresa el absurdo, tantas veces experimentado por quien escribe estas líneas, de que el "tiempo no pasa". Lo hemos anulado, sentenciado a prisión permanente. No significa nada para nosotros, de ahí su irrelevancia absoluta. Solo es un modo de medir lo que hacemos. Por eso, el aburrimiento se presenta hoy como el más abominable de los males, pues nos encara forzosamente con el vacío que sostiene (véase la paradoja) esa vida inane.
La gente se levanta, desayuna, se viste y se va al trabajo. Después regresa a casa y, si acaso, disfruta de un rato en familia. Se refugia en la televisión, el teléfono móvil o cualquier otro "entretenimiento" al uso. Eso, el "entretenerse", que debiera ser un pausa entre dos momentos relevantes para el existir de uno, se hace permanente. Una suerte de procrastinación ad infinitum dirige nuestro día a día. Todo lo posponemos, confiados en que "ya habrá tiempo". Mientras, la vida va deshilvanándose y perdiendo su capacidad de encantar el mundo. A la postre, este es habitado por cínicos, oportunistas y resentidos.
Para resistir el envite, quizá, sea necesario recuperar un tiempo no cronológico. Restar importancia a los minutos, las horas y los días. No importa el cuándo o el cuánto, sino el qué. ¿Qué quieres hacer con tu vida? ¿Qué le da sentido a tu existencia? O, al modo de Nietzsche, si todo lo que has vivido volviera a repetirse una y otra vez durante toda la eternidad, ¿cambiarías algo?
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