En tiempos recientes, parece que todo nuevo día debe venir -inexorablemente- acompañado de alguna mala noticia, de algún evento desagradable, de algún acontecimiento no deseado. La tónica o tendencia es que el mundo se va a pique, y que nosotros, sí, nosotros, nos hundimos con él. La sensación que se instala en el ser humano se parece mucho a una náusea, a algo difícil de describir, algo molesto que nos acompaña y está presente en el día a día. Esa náusea que nos hace preguntarnos, una vez más, qué sentido tiene todo esto, qué va mal para que sucedan las cosas cómo suceden, qué hacemos incorrectamente para que nada consiga ir bien. Nos escondemos detrás de máscaras, ocultamos nuestro rostro y predicamos felicidad allí donde sólo hay desesperación, malestar y miedo. Los valores humanos se presentan más bien poco, son como fantasmas: todo el mundo habla de ellos, pero pocos los han visto. Estamos ante un horizonte nihilista; el reto, decir sí a la vida cuando todo parece indicar su falta de sentido, su falta de ubicación.
Yo impugno la falta de responsabilidad humana. La pérdida de valores, la ausencia de un horizonte de sentido, el malestar social, las crisis económicas, la pobreza, el hambre, la injusticia y cualquier otro problema humano, no son -en el fondo- sino la consecuencia lógica que se deriva de la ineptitud e incapacidad que tiene el ser humano para aceptar que es libre. La libertad, hermosa expresión de la naturaleza humana, se nos presenta hoy como un residuo de antiguas conquistas sociales, cuando, antaño, nuestros hermanos derramaron su sangre por un futuro mejor, por un mundo mejor. Su lucha, la nuestra; su sangre, el manto de nuestro bienestar. Pero parece que ese manto es -hoy- despreciado. Nos dejamos embaucar, creemos en falsos ídolos, tenemos miedo a ser libres.
Yo os acuso por cobardes, por no tener la valentía de tomar decisiones, por tener miedo a la equivocación. Cada cosa que hacemos en cualquier momento y en cualquier lugar, cada acto de nuestra voluntad, cada pequeño movimiento de todas las partículas que componen nuestro cuerpo, modifican y cambian nuestro destino, hacen que las cosas dejen de ser como eran, por muy imperceptible que pueda ser ese cambio. La verdad sea dicha, podemos cambiar las cosas. Ahora la cuestión es: ¿debemos? No lo sé; no sé si existe una ética, pero sí sé qué es que se te remueva el estómago cuando ves morir a un niño de 8 años, agonizante; sé qué es ver cómo destrozan nuestro derechos mientras nos mantenemos impasibles; sé qué es ver el rostro de la infelicidad en las personas. Por eso y por mucho más, te diría que gritases, lo más fuerte posible, da igual qué, cuándo y cómo, pero grita, porque ese grito es sinónimo de libertad.
Estoy contigo en tu exposición. Un saludo.
ResponderEliminarGracias Trapo Blanco. A ver si este verano tenemos tiempo los dos y echamos un rato para hablar, que tengo ganas. Un saludo y un abrazo fuerte.
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