Hoy he visto "To the wonder" (2012), sexto largometraje del enigmático y controvertido Terrence Malick. El director del "Árbol de la vida" (2011) desarrolla y profundiza en esta ocasión su estilo lírico e intimista, alejado de los convencionalismos cinematográficos y orientado a la búsqueda de su propia libertad artística y expresiva. Sobre esta premisa, Malick nos invita a adentrarnos -de la mano de un inexpresivo Ben Affleck, una soberbia Olga Kurylenko y un magnífico Javier Bardem- en una enriquecedora reflexión sobre el amor, el desamor, el compromiso, la fe y Dios en un intento insoslayable de dar cuenta de la relación entre el ser humano y el universo. Para ello, Malick se vale de un relato potente, cargado de silencios, visualmente sublime (de nuevo, Ennmanuel Lubezk fue el encargado de dirigir la fotografía como ya hizo en "El árbol de la vida") y donde el monólogo interior de los personajes predomina sobre la conversación. De este modo, el director intenta establecer una analogía entre la agonía individual, personal, que nos avoca a un diálogo con nosotros mismos, y la búsqueda de un sentido a la existencia, que nos conduce inexorablemente a una batalla interna -un lucha de fe- con el creador del universo. A propósito de esto último, Javier Bardem retrata a la perfección al padre Quintana, un sacerdote amado y querido por su comunidad cuya vida está marcada la contemplación del sufrimiento y la indiferencia de Dios ante dicho sufrimiento.
El monólogo interior simboliza, en esta caso, la lejanía de lo divino ante el dolor humano. Con todo, el tema central del film lo ocupa el amor, amor encarnado en un pareja que se quiere, que se rompe y que vuelve a emerger de sus propias cenizas. Se trata de una visión del amor amarga, dura y no apta para románticos; se retrata el valor del compromiso, el sacrificio que supone querer a otra persona y lo corruptible de las emociones humanas. La erosión que produce el tiempo alcanza forma bajo la sinfonía penumbrosa de "La isla de los muertos" de Rachmaninov, demostrándose una vez más la maestría del director a la hora de conjugar los espacios paisajísticos y la música. Por lo demás, la ausencia de diálogos, la movilidad de la cámara y el empleo casi abusivo de la elipsis obligan al espectador a reconstruir "la trama" constantemente, a interpretar la película desde su propia condición. En este sentido, es un film inteligente que requiere de espectadores inteligentes; es, en fin, un dibujo asombroso y sobrecogedor del ser humano, de sus inquietudes existenciales más profundas, de su ser más hondo e impalpable.
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