El año pasado, en una clase de Filosofía Política, un amigo mío y yo hicimos una exposición en la que defendíamos la incorporación de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación como pieza central de cara a la participación política. Concretamente, valoramos la implosión de estas tecnologías en las revueltas del mundo árabe acaecidas en el 2011. Pues bien, el profesor, a pesar de elogiar nuestro trabajo y afirmar que el futuro del pensamiento y las humanidades se encontraba en cuestiones vinculadas a la tecnología, continuó con su modelo magistral y no cambió en un ápice su forma de dar clase. No es cuestión de ensañarme con el profesor en cuestión, el cual, dicho sea de paso, mostró en términos generales una apertura mucho mayor que el resto de profesores. Simplemente llamo la atención sobre la cerrazón hacia el progreso tecnológico del que adolece, en gran medida, el sistema universitario español; al menos, así ha sido mi experiencia personal.
Los cuatro mandamientos de la ética hacker promovían (i) el acceso ilimitado a los ordenadores, (ii) la prioridad del imperativo práctico sobre el teórico, (iii) la libertad de todo contenido o información y (iv) la desconfianza en la autoridad y el fomento de la descentralización. Todos ellos son denostados y repudiados en su mayor parte por la enseñanza tradicional, basada en clases magistrales y ampliamente extendida en la Universidad. El analfabetismo tecnológico de muchos profesores me hace replantearme en numerosas ocasiones quién debería estar al otro lado del atril. Por eso, creo que existe una desconexión generacional más que evidente entre estudiantes y profesores. Si a eso le añadimos la incertidumbre que caracteriza por lo general nuestro futuro, es más palpable aún la desazón en la educación superior.
Una reconfiguración de la Universidad requiere, como mínimo, dos elementos primordiales. En primer lugar, es menester reducir la brecha informacional entre alumno y profesor, lo que debería hacerse desde un enfoque mucho más práctico, transversal y descentralizado; nada más exasperante que aquel profesor que, bajo el "rigor academicista", se escudan en el argumento de autoridad para interpelar a los alumnos decididos. Y en segundo lugar, el alumno debe tomar la palabra en la forma de organizar la universidad; de lo contrario, su creatividad y, por ende, capacidad de emprendimiento se verá socavada seriamente.
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