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Lógicas del poder en el cuerpo confinado

Soy consciente de que un artículo acerca de la crisis del COVID-19 supone ya de antemano un añadido al exasperante bombardeo informativo que sufrimos todos los días. Tampoco se han quedado atrás filósofos, sociólogos, economistas e intelectuales de toda estirpe a la hora de lanzar al público sus sesudos análisis sobre el fenómeno en cuestión. A decir verdad, se han dicho tantas cosas sobre la crisis del coronavirus que reseñarlas aquí exigiría un espacio del que no disponemos (tampoco tendría demasiado interés): Zizek, Butler, Agamben, Han o Preciado son algunos de esos autores. En general, los artículos de opinión o ensayos que he leído son errados, en el mejor de los casos, o directamente un cúmulo de estupideces mal ensambladas, en el peor de ellos. 

Particularmente, me llamó la atención el ensayo de Paul B. Preciado publicado en el El País hace un par de semanas y que llevaba por título “Aprendiendo del virus”. La suma de imprecisiones conceptuales, la incoherencia en muchas partes del mismo y la, a mi juicio, casi inexistente argumentación, me dejó sorprendido, habida cuenta del prestigio académico del autor. No voy a diseccionar los elementos de dicho texto –que cuenta con cierta extensión, por cierto–; el lector interesado puede acceder directamente a él y formarse su opinión. En todo caso, hay una crítica muy acertada a mi modo de ver que quizá merezca la pena leer, elaborada por Luciana Cadahia y Germán Cano, y publicada en la web del recientemente creado Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social: “El blackout de la crítica”

Digo que me llamó especialmente la atención porque, a partir de dicha lectura, me animé a escribir esta pequeña reflexión, empleando las herramientas analíticas propias de la tradición del pensamiento foucaultiano y sus correlatos (sobre todo, la conocida como “Italian Theory” y el pensamiento impolítico/inmunitario). Sé que estos términos suenan lejanos para muchos y que quien esté leyendo estas líneas no tiene por qué conocerlos. Por eso, intentaré en lo sucesivo ser lo más claro posible, evitando cualquier exceso lingüístico que complejice demasiado el texto. 

Pues bien, me interesa aquí explorar las lógicas del poder en los cuerpos durante el confinamiento impuesto por el Estado español mientras está vigente el estado de alarma, regulado en el art. 116 de la Constitución y la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (descarto aquí la tentación de hacer un análisis jurídico, aunque mi alma de jurista me compele a ello; pero tengo miedo de desviarme en demasía en cuestiones técnico-jurídicas). El sujeto de nuestro tema de análisis es el poder, él es quien opera mediante “lógicas”, esto es, mediantes diferentes técnicas o modos de expresarse; en contrapartida, el objeto, aquello sobre lo que el poder recae, sería el cuerpo. 

Pero se trata de un cuerpo especial, no del cuerpo tal y como lo conocemos habitualmente: el cuerpo confinado. El confinamiento, amén de otras precisiones que pudieran hacerse, se diferencia con la cuarentena en un aspecto esencial, poco advertido -dicho sea de paso- por quienes usan ambos adjetivos indistintamente; concretamente, el cuerpo confinado es un cuerpo “sano”, no está a priori “infectado”, a diferencia de lo que ocurre con el cuerpo en cuarentena, del que ya se sabe es portador del virus. El confinamiento es preventivo y general (se aplica a toda la población), mientras que la cuarentena se ejecuta a posteriori y es individualizada. Es esta una precisión necesaria para entender algo que diremos un poco más adelante. 

Tenemos ya las piezas de nuestro tablero. ¿Cómo funciona la relación entre estos sujeto y objeto? ¿De qué modo se ejerce el poder del gobernante sobre el cuerpo del gobernado? Estas son las preguntas a las que queremos acercarnos con interés inquisitivo. El punto de partida mi tesis lo constituye la diferencia –de origen foucaultiano– entre soberanía y biopolítica. En el primer volumen de su “Historia de la sexualidad”, subtitulado “La voluntad de saber”, explica el filósofo francés la diferencia entre estas dos formas de gobierno, y lo hace a partir de la relación que tiene el poder con la vida. El poder del soberano consiste en “Hacer morir o dejar vivir”, mientras que el poder biopolítico consiste en justamente lo contrario, a saber, “Hacer vivir o dejar morir”. Foucault entendía que, con la modernidad, se transitaba desde un modo de gobierno soberano a uno biopolítico (aunque no deben ser entendidos como excluyentes, ya que pueden convivir al mismo tiempo). No vamos a detenernos en los pormenores, porque no tenemos espacio para ello, pero baste, a los simples efectos de entender los pasos que vamos a dar, que la biopolítica es, en última instancia, un modo de producir “subjetividades”; se trata de amoldar los cuerpos a un ejercicio del poder que se centra en “hacer vivir”, es decir, en gestionar, potenciar y amoldar los cuerpos a ciertas normas que protegen a su vez ciertos intereses (fundamentalmente, intereses económicos). La subjetividad, así, haría referencia al modo en que se relaciona ese cuerpo concreto con la norma que le impulsa (no coactivamente, sino positivamente) a adoptar ciertas expresiones, gestos, conductas. 

Cabe preguntarse, de este modo: ¿Qué tipo de subjetividad está generándose en el cuerpo confinado? ¿Cómo se está relacionando ese cuerpo con la norma? ¿Cuáles son esas expresiones, gestos y conductas que asoman por el cuerpo confinado? ¿Cuáles son, en definitiva, las características de este cuerpo confinado atravesado por el poder? Pues bien, lo primero que debe afirmarse es que el cuerpo confinado crea una disociación, separa un adentro y un afuera. El afuera es aquí el espacio vetado, el lugar en el que se enuncia la ley del soberano; si uno incumple las restricciones impuestas a la libre circulación, será sancionado. La sanción es punitiva y es impuesta por el agente de la autoridad, todo ello en cumplimiento de un real decreto-ley publicado en el BOE. En el afuera no hay “grises”, no cabe un cumplimiento gradual de la ley, sino que esta determina si la situación es legal o ilegal de forma taxativa. 

En cambio, en el adentro, en el interior de la casa, no queda rastro de soberanía alguna. Es un entorno biopolítico. No opera aquí la ley publicada en el BOE, sino la norma que adecua el cuerpo a ciertos hábitos, ciertas reglas de “corrección”, muchas de las cuales son difundidas por las redes sociales o los informativos. “Haz esto o aquello”; “Realiza ejercicio de tal o cual manera durante el confinamiento”; “Si tienes hijos, estas actividades son útiles para sobrellevar el confinamiento”; “Recetas para no coger kilos de más durante el estado de alarma”; “Consejos para afrontar el estrés”; etcétera. La lógica aquí no es exógena, sino endógena; es un poder reticular que transita por los cuerpos, se propaga y pliega hacia sí mismo. Ahora sí es posible hablar de gradualidad: cuerpos más o menos acomodados a la norma, cuerpos “más” y “mejor” confinados que otros. 

En este entorno biopolítico del hogar, interior, situado en los márgenes del poder, hay, a mi juicio, al menos tres tipos de subjetividad diferenciadas que merecen nuestra atención. Son tres modos de entender cómo la norma, en su relación con el cuerpo, da lugar a un tipo de relación determinada. 

1. El comunitarista positivo: El comunitarista positivo es ese tipo que cumple escrupulosamente con los aplausos de las 20:00 horas (y, si puede, pone la canción de “Resistiré” a todo volumen). Siempre está mandando mensajes de superación, encarnando los mejores valores de empatía, solidaridad y apoyo mutuo. Hace de coaching a ratos y cree que la clave para salir de esta situación es mantener la positividad ante la adversidad. Su alter ego televiso es Pablo Motos, sí, ese maestro del yoga que ha decidido regalarnos su sabiduría a fin de soportar mejor el confinamiento. El comunitarista positivo tiene un hándicap que le impide entender la comunidad más allá del plano psicológico o moral; en su mente no queda rastro alguno de los problemas estructurales de tipo económico o social. De hecho, el comunitarista positivo cree que las donaciones de los millonarios son ejemplo de que estos también “arriman el hombro” cuando es necesario. Por eso, los alaba públicamente y realiza las pertinentes ofrendas. No puede, en última instancia, dejar hacer vídeos constantes y compartirlos en las redes sociales. 

2. El vigilante frustrado: Una de las frases más icónicas de la novela gráfica Watchmen, escrita por Alan Moore y dibujada por Dave Gibbons, nos empujaba a responder a la pregunta de “¿Quién vigila a los vigilantes?”. Pues bien, el vigilante frustrado contestaría a esa pregunta con otra pregunta: “¿Quién necesita vigilantes cuando los vigilados ya se controlan entre sí?”. El vigilante frustrado, consciente de que los agentes de la autoridad no llegan a todas partes, ha decidido echar un cable desde su casa, persiguiendo furibundamente –insultos mediante– a todo aquel que ose romper el confinamiento. Un detalle que expresa el fetichismo de este acto de control es la imperiosa necesidad de grabar al infractor, exponiéndolo al público en busca de una censura colectiva. Sí, el vigilante frustrado es un agente biopolítico colaboracionista con el poder soberano. 

3. El deportista infeliz: Y, finalmente, tenemos el deportista infeliz. Él ya ha hecho sus pinitos con la infracción de la ley, a resultas de la cual ha sido sancionado. Su motivación es clara, no soporta que, en época de excepción, su cuerpo cuidado, saludable, sano, quede desprovisto de sus rutinas diarias. Ansía con ahínco el regreso a la normalidad, signifique eso lo que signifique, y se consuela haciendo actividad intramuros de fortalecimiento muscular. Es consciente, en cualquier caso, del desperdicio que supone hacer deporte sin que nadie pueda estar ahí para ver el resultado. Por ello, tiene la necesidad, al igual que sus compañero, el comunitarista positivo y el vigilante frustrado, de compartir sus rutinas en las redes sociales. 

Lo que quiero decir con estos ejemplos, expresados en tono humorístico, es que el poder no está afuera de nosotros mismos; al menos, no lo está el poder que da forma a lo que somos. Ese poder está en nosotros. Escucho mucha crítica política por parte de los ciudadanos hacia los poderes públicos por causa de esta crisis; generalmente, se trata de críticas por la falta de previsión o la mala gestión. A toro pasado, todo es, lógicamente, más sencillo; capitán a posteriori he visto que los llaman por ahí. Pero lo cierto es que la situación anterior a la crisis no era ni mucho menos “normal”. En verdad, llamamos “normalidad” a un conjunto de situaciones injustas y violentas sublimadas por la decisión de la mayoría, o simplemente toleradas de forma impasible. 

Entonces, ¿volver a dónde? No hay origen ni lugar al que volver. Pero igualmente es cierto que toda prospectiva es especulativa, como ponen en evidencia los profetas del mañana, instalados más cerca del desiderátum que de propuestas plausibles. No hay fórmula, nada está escrito. Lo que sí parece claro, como mínimo, es que algo anda mal con un sistema que crea muchas burbujas de muchos tipos pero se olvida del cuerpo, de lo material, de lo realmente existente. El cuerpo es, por definición, precario, y exige cuidados para poder emerger como vida digna. Ese problema, lamentablemente, estaba ya presente antes de que esta crisis lo hiciera visible para aquellos que vivíamos “inmunizados”, desatentos a la miseria y la violencia que sufre la inmensa parte de la población mundial. En tal sentido, deberíamos aprovechar bien el confinamiento para, en honor a nuestra tradición judeocristiana, hacer examen de conciencia en profundidad. Y pensar qué comunidad de futuro queremos construir; se trata de algo que está por hacer y en cuyas luchas hará falta poner mucha energía y esfuerzo, como bien nos recuerda nuestro amigo el comunitarista positivo.

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