El auge independentista que se está viviendo estos últimos años en Cataluña, auspiciado principalmente por los partidos políticos de Convergència i Unió y Esquerra Republicana de Catalunya, da muestra de los síntomas de fatiga y agotamiento del actual sistema político, social y económico. Las demandas populares de participación, más allá de la legitimidad o no de la secesión de Cataluña, deberían ser vistas con mayor normalidad en un país integrado de pleno en la Unión Europea. A este respecto, el referéndum escocés es un claro ejemplo de lo que debe ser una sociedad madura y democrática. No obstante, el caso español adolece de matices, históricos y económicos, que dificultan la adopción de medidas de diálogo, tanto por parte del Gobierno central como por parte de la Generalitat de Catalunya. El caso es que, por encima de los intereses financieros de los gobernantes catalanes (recordemos que esta aventura comenzó cuando se negó a Cataluña el concierto económico y fiscal), existe una amplísima mayoría social que está pidiendo a gritos votar el 9 de noviembre. Así las cosas, y con la más que previsible sentencia derogatoria del Tribunal Constitucional, cabe preguntarse qué va a ocurrir con la sociedad catalana si se anula el referéndum y, como el propio Mas ha admitido, se convocan elecciones anticipadas. Como es obvio, no hay una respuesta clara a este pregunta.
En cualquier caso, creo que el escenario político que se va a dibujar tras el 9-N va a ser de todo menos aburrido. Además, ninguna de las tres vías parece ser plausible en el medio plazo. La apelación constante a la legalidad por parte del gobierno es irrisoria si se tiene el cuenta la celeridad que se tuvo para reformar el artículo 135 de la Constitución; por otro lado, la vía unilateral de secesión Catalana está más que descartada; y por último, la opción federalista, planteada por el PSOE y algunos sectores de la izquierda política, no termina de concretarse (¿realmente quiere el extremeño medio un poco más de autonomía?). Ante tal complicado panorama, parece que el decurso de los acontecimientos va de suyo, como si no tuviéramos posibilidad de detenerlo. En último instancia, uno confía en que las cosas acaben, como casi siempre ocurre, autoorganizándose lejos de las condiciones iniciales de equilibrio. Ciertamente, esta última postura es una opción antipolítica en la medida en que no ofrece intervención alguna sobre lo real. Pero ¿acaso alguien se ve capaz de interpelar a esa masa constituida por millones de personas y prever el camino que van a tomar?
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